La palabra mortificación hoy en día suena un poco demasiado fuerte. Tipos que procuran vivir alguna mortificación voluntaria todos los días necesitan dar una explicación para no ser considerados, a bote pronto, como unos ultraconservadores radicales escolásticos del medioevo que por la mañana comen niños vivos y por la tarde echan sus pilas alacalinas fuera de los recipientes previstos para esos residuos (vale, he exagerado, pero cierto es que la palabra mortificación asusta).
La sorpresa viene cuando se descubre que la más principal -y costosa- mortificación con la que uno puedo enfrentarse a diario es obedecer al médico. Los médicos tienen la fea costumbre de recomendar que uno coma y beba de todo menos lo que a uno más le gusta, mandan también utilizar pomadas, abandonar vicios, hacer gimnasias, y otras muchas barbaridades, entre las que frecuentemente está -lo diré con miedo a ser malinterpretado por la dureza del término-: pasear.
Hay más mortificaciones, y algunas de ellas aún más recomendadas en el Opus Dei que las relativas a obedecer al médico: me refiero a las que hacen la vida más agradable a los demás o a las relacionadas con el orden y la mejora del trabajo.
A veces pienso que lo que a veces escandaliza no es la palabra mortificación, sino que se la relacione con la Cruz, con buscar la unión voluntaria con Cristo. Porque sí parece que la gente acepta sin sustos que haya que sacrificarse para pesar menos, para lucir un broncesado como el de Julio Iglesias, para quitar esas cartucheras, etc. etc. etc. quirófanos incluidos.
Paradojas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario