Los viernes hablo de viajes. Hoy he viajado al dentista. Destino siempre horrible. El dentista ha accedido a mi petición de fotografiar las radiografías que ha hecho a mis malheridas muelas: pronto ha terminado esta vez porque sólo se trataba de recomponer una rotura rutinaria.
Curioso lugar el dentista: es caro y desagradable, pero sin embargo es necesario acudir allí de vez en cuando y escuchar cómo te recomienda que te cepilles los dientes tres veces al día cuando en realidad está pensando "no te laves los dientes jamás, procura masticar guijarros al menos una vez por semana... y así vendrás con más frecuencia por aquí para que yo amortice rápidamente mis carísimos aparatos de tortura y pueda dedicarme a jugar al golf en parajes de ensueño mientras tú intentas localizarme cuando de verdad tengas una urgencia que no te deje vivir".
O sea, que hay que ir al dentista, que los del Opus Dei también vamos al dentista, y que una mortificación bien práctica, sencilla y costosa, es la de cepillarse los dientes con toda la frecuencia que pide el dentista (eso sí que es un cilicio).
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